"Dada la vulnerabilidad y la extrema dependencia con la que nacemos, el miedo debe aparecer indefectible y tempranamente en nuestra vida. Comenzando por el más ancestral y saludable de los miedos, el de la conciencia primaria de sentir amenazada nuestra existencia.
Cuando instintivamente percibimos que sólo podremos sobrevivir en el mundo si somos cuidados física, material y emocionalmente, la ausencia de nuestros esperados proveedores de todo eso debe por fuerza angustiarnos. Aprendemos muy rápido que el amor y el cuidado nos salvan y, consecuentemente, su ausencia nos asusta. En el lugar donde seguimos siendo niños, sentimos que si fuéramos rechazados por todos, moriríamos con toda seguridad.
El siguiente temor es un poco más sofisticado, pero no por eso menos primordial. Nace de una «necesidad» (en realidad una pretensión) que buscaremos satisfacer inútilmente a lo largo de toda nuestra existencia: la de ser queridos infinita, permanente e incondicionalmente.
Partiendo de este análisis un poco salvaje de la psicología perinatal, no es difícil entender por qué cuando el amor, el aprecio, la ternura o el reconocimiento no llegan de la manera, en la intensidad o en el momento en que los esperamos, se instala en nosotros el miedo a no ser queribles, suficientes o valiosos. Ese miedo a sufrir se superpone a aquel otro infantil de no poder seguir solos, con el agravante de que ya no tenemos aquella apertura ni aquella flexibilidad con la que nacimos.
Nos cerramos. Nos encapsulamos. Nos volvemos compulsivos repetidores de conductas que alguna vez fueron eficaces. Creamos estrategias para conseguir esa seguridad de la que creemos no ser merecedores. Así, por ejemplo, algunos buscan la confirmación de que son queribles a través de la aprobación constante del afuera; otros lloran o se quejan para demandar atención; muchos se dedican a someterse a lo que se espera de ellos y otros tantos, por fin, se aíslan para no enfrentarse a «la verdad» de que nadie los quiere (aunque, de todas formas, esperan en silencio que alguien les demuestre lo contrario).
De esta manera, vamos creando nuestra personalidad, una estructura construida, un disfraz, un muro que nos protege pero que, como toda defensa, también nos aísla.
Sin darnos cuenta damos paso a nuestros aspectos más neuróticos y contradictorios. Dos fuerzas entran en conflicto dentro de nosotros; una que corresponde a nuestro deseo de abrirnos, espandirnos, ser nosotros mismos y entrar en profundo contacto con la vida; otra que corresponde al disfraz, el freno, los roles aprendidos que configuran nuestra personalidad, las máscaras detrás de las cuales nos sentimos seguros.
Así llegamos a la pareja, que si bien no inaugura el miedo a sufrir, lo pone en evidencia con toda su intensidad.
Esta desagradable sensación es consecuencia, paradójicamente, de uno de los mejores atributos del amor: su capacidad de despertar nuestro auténtico ser, incluyendo el impulso de quitarnos todos los disfraces.
«Contigo puedo ser yo mismo» es la frase que todos queremos pronunciar y la que más nos deleita oír.
Cuando nos amamos crece entre los dos (y hacia afuera) la tendencia a abrirnos y mostrarnos tal cual somos.
No es que el amor nos haga tan valientes, es que su presencia rellena y sana los huecos que conectan con nuestra vulnerabilidad. Pero el miedo sigue allí, amenazante, a veces oculto y otras frenando el amor.
(...) Si no nos podemos mostrar tal cual somos, si no nos quitamos las máscaras, no es posible el amor, pues el otro, aunque no lo sepa, sólo amará un disfraz, mientras por dentro nos carcomerá la certeza de que no nos quiere pues no nos conoce verdaderamente.
Quitarse el disfraz es un riesgo; vivir y amar, también, pero nada de eso es comparable al dolor de no conocer el amor"
"¿Te compensa?
Si es que no compensa y lo sé, debo pensar en empezar a alejarme de esa relación. Si es que sí, no puedo más que dejar de quejarme, aun sabiendo que lo que hoy me parece suficiente compensación puede no parecérmelo mañana"
viernes, 11 de septiembre de 2015
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