jueves, 28 de febrero de 2013

"EL PSICOANALISTA" DE JOHN KATZENBACH (2002)

Después de 5 años en mi estantería cogiendo polvo, ya era hora de ponerme con la novela más popular de este escritor y periodista estadounidense.

El argumento de este thriller psicológico promete: "«Feliz cumpleaños, doctor. Bienvenido al primer día de su muerte.» Así comienza el anónimo que recibe Frederick Starks, psicoanalista con una larga experiencia y una vida tranquila. Starks tendrá que emplear toda su astucia y rapidez para, en quince días, averiguar quién es el autor de esa amenazadora misiva que promete hacerle la existencia imposible. De no conseguir su objetivo, deberá elegir entre suicidarse o ser testigo de cómo, uno tras otro, sus familiares y conocidos mueren por obra de un psicópata decidido a llevar hasta el final su sed de venganza".

Me ha atrapado desde el principio y me ha resultado completamente adictivo... Tanto que me he quitado un par de días de ver películas por la noche para conocer el final cuanto antes.

Aunque he adivinado la identidad del asesino y algun detalle más que no desvelaré; me ha encantado el ritmo que tiene, así como adentrarme en esta venganza tan bien narrada y sumergirme en el juego psicológico que nos proponen tanto el escritor (a los lectores. Da algunas pistas que hay que saber reconocer) como el psicópata de la novela (al protagonista).


"–Así pues, ¿qué tenemos aquí? –se preguntó en la habitación vacía. 

«Alguien conoce mis costumbres –pensó–. Sabe cómo entran mis pacientes a la consulta. Sabe cuándo almuerzo y qué hago los fines de semana. Ha sido lo bastante inteligente como para preparar una lista de familiares; eso requiere bastante ingenio. Y sabe cuándo es mi cumpleaños. –Inspiró fondo de nuevo–. Me ha estudiado. No lo sabía, pero alguien estaba observándome. Evaluándome. Alguien ha dedicado tiempo y esfuerzo a crear este juego y no me ha dejado demasiado margen para contraatacar.» 

Tenía la lengua y los labios secos. De repente sintió mucha sed, pero no quería abandonar la inviolabilidad de su consulta para ir por un vaso de agua a la cocina. 

–¿Qué he hecho para que alguien me odie tanto? –se preguntó, y fue como un puñetazo en el estómago. 

Sabía que, como muchos profesionales, tenía la arrogancia de pensar que su rinconcito del mundo se había beneficiado del conocimiento y la aceptación de su existencia. La idea de haber provocado en alguien un odio monstruoso le producía un profundo desasosiego. 

–¿Quién eres? –preguntó mirando la carta. Empezó a repasar precipitadamente la retahíla de pacientes, remontándose décadas atrás, pero se detuvo. Sabía que tendría que hacer eso, pero de manera sistemática, disciplinada y tenaz, y aún no estaba preparado para dar ese paso. 

No se consideraba demasiado cualificado para hacer las veces de policía. Pero sacudió la cabeza al percatarse de que, en cierto modo, eso no era cierto. Durante años había sido una especie de detective. La diferencia radicaba en la naturaleza de los delitos investigados y las técnicas utilizadas. Reconfortado por este pensamiento, Ricky Starks volvió a sentarse tras su escritorio, buscó en el cajón superior derecho y sacó una vieja libreta de direcciones sujeta con una goma elástica. 

«Para empezar –se dijo–, puedes averiguar con qué familiar se ha puesto en contacto. Debe de ser un antiguo paciente, alguien que interrumpió el psicoanálisis y se sumió en una depresión. Alguien que ha albergado una fijación casi psicótica durante varios años.» 

Sospechó que, con un poco de suerte y quizás uno o dos empujoncitos en la dirección adecuada a partir del familiar con quien se hubiera puesto en contacto, podría identificar al ex paciente contrariado. Trató de convencerse, empáticamente, de que Rumplestiltskin en realidad le estaba pidiendo ayuda. Luego, casi con la misma rapidez, descartó este pensamiento inconsistente. Con la libreta de direcciones en la mano, pensó en el personaje del cuento de hadas cuyo nombre utilizaba el autor de la carta. Cruel, pensó. Un enano mágico con el corazón tenebroso que no es superado en inteligencia, sino que pierde su contienda por pura mala suerte. Esta observación no lo hizo sentir mejor. 

La carta parecía brillar en la mesa, delante de él. 
Asintió lentamente. 
«Te dice mucho –pensó–. Mezcla las palabras de la carta con lo que su autor ya ha hecho y probablemente estarás a medio camino de averiguar quién es.» 

Así que abrió la libreta de direcciones para buscar el número del primer familiar de los cincuenta y dos de la lista. Hizo una mueca y empezó a marcar los números del teléfono. En la última década había tenido poco contacto con sus familiares y sospechaba que ninguno de ellos tendría demasiadas ganas de tener noticias suyas. En especial, dado el cariz de la llamada"

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